miércoles, 25 de noviembre de 2009

Putas de días, señoras de noche.


Sentado en el coche, haciendo hora mientras esperaba a …, la vi haciendo kilómetros con sus únicos tres pasos de ida y otros tanto de vuelta. Escasa vestimenta, de lo más sugerente, para un cuerpo ya de por sí superlativamente insinuante. Caderazos que partían las miradas limpias, de transeúntes acompañados, para torcerles las pupilas en aquellos cuellos impertérritamente rectos. Sí, allí estaba aquella puta al final de la avenida de Medina Azahara. Reinando en la soledad de su gremio, seguramente debido a la modernización de Cercadillas, y orgullosa de haber sobrevivido al infausto destino de sus antiguas compañeras.
A pesar de la avanzada hora de la noche, una señora, de las de pitiminí, también paseaba exhibiéndose, aunque en este caso con modales de recato y alta sociedad.
Y yo, sentado en la intimidad de mi coche, no pude por menos que sentir lástima de aquella puta por ver su rostro lacerado por las garras de la prostitución. Tantas horas subyugada al poder, sumisa a la vida dictada y esclava de, ni siquiera, su moral. Y más me entristecía cuando la comparaba con la otra joven mujer de piernas largas y estilizadas que parecía ejercer un trabajo bastante duro pero con total profesionalidad, dignificándose como persona, que jugueteaba con la pasión desenfrenada de los hombres que se cruzaban con ella y que se sentía deseada en medio de un mar de sentimientos de desapego, como el náufrago en la isla desierta.
Al fin llega..., y arranco el motor del coche. Enciendo el intermitente y hago un desplazamiento lateral hacia la vida paralela con cánones de dudosa moral en la que lo que verdaderamente importa es tener la billetera colmada, vestir con lujosos atuendos y calmar nuestros remordimientos con ínfimos donativos que por hoy no serán destinados a la opulencia.
Cada vez tengo más la sensación de vivir en una sociedad de doble moral a la que le gusta señalar con el dedo para esconder sus propias miserias

jueves, 19 de noviembre de 2009

Hablando también se hace camino




Otra noche más aquí sentado con el Mundo a mis pies. Ya no sé si el lugar me inspira la reflexión o por el contrario la reflexión me hace buscar este lugar. Sólo tengo realmente claro que dedicar tiempo a la reflexión, aunque sea muy poco, me hace poner orden a los desórdenes de la precipitación; me provoca autocrítica por la que reñirme o felicitarme; me ayuda a serenar el estrés de una vida en ciertos momentos excesivamente acelerada o a precipitar la inquietud adormecida por la rutina diaria. Por lo tanto, sigamos reflexionando...


Esta noche estoy aquí sentado delante del teclado por obligación voluntaria para dedicárselo a un joven amigo que me ha esperado a la salida del trabajo para acompañarme, entrado el horario de la media noche, en el camino de regreso que marca la finalización de la jornada laboral para hablar de lo mundano y lo divino; de lo tangible y de lo de la mente; de todo y de nada mientras empujábamos nuestras fieles cabalgaduras.
Amigo R. es relativamente fácil combatir al enemigo que en acto de nobleza se manifiesta abanderando la causa que motiva la pugna. Sin embargo, hay enemigos de presencia intangible, pero de consecuencias bastante presentes, contra los que es muy difícil luchar porque aún a sabiendas que están no consigues verlos. Y me temo que éste es el caso que esta noche me has expuesto. Por consejo no puedo ayudarte, pues para realizar estratagemas hay que conocer muy bien el campo de batalla. Pero por experiencia sí que te diría que confíes es tu instinto y te dejes llevar, y entonces no importará que tus ojos no lo vean ni tus manos lo agarren, lo que verdaderamente importará es que tu corazón en cada sistólico movimiento expanda por todo tu cuerpo la fuerza suficiente para que te ayude a mantenerte en el fragor de la batalla, y el diastólico te limpie de impurezas banales que ningún bien te harán.

Desearte lo mejor para estos momentos difíciles y animarte para una lucha en la que nunca estarás solo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Retales de vida


Durante una noche de este verano otoñal, paseando por Ronda de los Tejares, se dio de bruces conmigo un amigo, que a su vez acababa de encontrarse con otro amigo del pasado. Al comprobar que yo, distraído como siempre, pasaba de largo llamó mi atención. Y paré para corresponder saludos que tanto bien habían de hacerme. Me resultó cuando menos extraño que su comportamiento gestual y animoso me provocara la grata impresión de recuperar de las memorias del pasado al jugador de baloncesto admirado y aún no conocido. Incluso llegué a tener la sensación de que ambos nos veíamos abocados al anacronismo de sensaciones que impedían la normal comunicación entre amigos. Unos metros más allá nos despedimos y ahí quedó todo.

Hoy, al mediodía, he recibido la visita de otro viejo amigo, de esos que nos unen tanto años de amistad casi como de raciocinio. Y nos hemos sentado al sol para disfrutar de alguna que otra de esas charlas añejas que hacen del potaje de la vida manjar de dioses; para disfrutar de la comprensión y fuerza de la verdadera amistad; para recordar que más allá de vivir está convivir.
Y me ha vuelto a ocurrir. Mientras hablábamos he ido recordando momentos del pasado que, aunque sólo sea por una pequeña fracción de tiempo, me ha rejuvenecido sensaciones olvidadas y añoradas.

Y de pronto lo he entendido todo. He comprendido que a medida que crecemos vamos forjando nuestra vida con retales de vidas pasadas. Que cada día, cuando salimos a la calle, sabemos con cual de esos retales vamos vestidos, pero no sabemos con cual de ellos nos ven los que se cruzan con nosotros. Y por ese motivo, justo por ese motivo, debemos tolerar comportamientos inesperados de los que a nosotros se acercan porque nunca sabremos cómo nos ven en ese momento.
Espero que mis muchos retales me sirvan para ofrecer variedad al gusto de los demás y nunca para generar malas energías.

Voy para la cama. Esta noche las reflexiones que me llegan desde la Sierra parecen más frescas que las últimas noches, y es que, seguramente, este año el otoño con más pena que gloria empieza a ceder paso al invierno.