lunes, 27 de septiembre de 2010

Acantilados


Queridos amigos de la reflexión nocturna, disculpen mi silencio. Fui a dar un paseo.
Y salí a dar el paseo para oxigenar la sangre que andaba un poco viciada por la polución de lo ordinario. Comencé a andar y andar. Y no paré hasta que mis pies no pudieron dar un solo paso más por falta de firme. Estaba al borde de un gran acantilado mirando de frente el Mar Cantábrico, o La Mar para tantos astures que cada día se adentran en sus peligrosas entrañas para sacar de ellas el sustento diario. Me subí a una piedra para prolongar la línea vertical que conformaban sus rocas e intentar formar parte de él. Miré hacia abajo y pude sentir la fuerza de las olas que rompían contras las primeras peñas, y que, en una instantánea metamorfosis, transformaban la contundencia del agua en una fina cortina de minúsculas gotas que se disipaban en el aire. Y pude sentir en mí, ahora que también era parte del acantilado, el poder de contención de aquella inmensa masa de agua. Las ráfagas de aire marino aventaban mi ropa que flameaba como las banderas de los alpinistas que hacen cumbre. La emoción de sentirme acantilado erguía mi cabeza y mis ojos se levantaban al cielo cerrándolos en ceremonial de agradecimiento. Por dentro, tuve que retener un deseo irrefrenable de saltar al vacío porque quería volar y sentirme etéreo. En pleno éxtasis advertí una presencia junto a mí. Unos metros por encima de mi cabeza, una gaviota se mantenía en equilibrio jugando con las corrientes de aire sin mover sus alas. No pude por menos que desplegar en horizontal mis brazos para acompañarla planeando sobre vientos y mareas, dominando desde las alturas como ella, pero manteniendo los pies en el suelo.
Habiendo tenido la oportunidad de vivir tan extraordinaria experiencia, dí un paso atrás para romper la continuidad del acantilado y recuperar mi propia identidad.
En adelante, cada vez que me sienta frágil ante la adversidad, me acordaré de aquel día que fui un robusto acantilado.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Visiones, casualidades y otras habilidades.


La noche había sido turbulenta. Durante las pocas horas que logré dormir, continuas pesadillas rancias se sucedían entrecortadas por misteriosas visiones futuristas que distorsionaban aún más la poca coherencia que pudiera desprenderse de esos sueños. Por fin, el ruido del despertador ayudó a diluir la inquietud provocada por las ensoñaciones entre las brumas mañaneras de un inusual fresco día del tórrido verano que nos castiga.
Agotado por el falso descanso nocturno hube de tirarme de la cama para levantarme entre gestos oxidados y aturdidos pensamientos que no logré dejar enredados entre las sábanas. Ahora, sentado en la terraza, me convencía a mí mismo de la imposibilidad del ser humano para predecir la intangibilidad del futuro. Puedo ser materialista, desconfiado, o quizá aburrido, pero no creo en los futurólogos ni en los visionarios.
Unos minutos más tarde, tras un no recomendado breve desayuno, me dispuse a iniciar la rutina laboral diaria. Gracias a la clemencia meteorológica pude utilizar mi bicicleta como medio de transporte. Todo un placer circular en bici protegido por las refrescantes sombras de la arboleda del parque. Recibir y ofrecer saludos directamente, sin bocinas intermediarias ni ademanes sordomudos, te hacen disfrutar de la convivencia cercana y amistosa. Y en ello andaba cunado unas manos en alto reclamaban mi atención para dirigirme un sentido saludo de un padre que, sentado en un banco junto a su hija, descansaba del largo paseo mañanero. –Buenos días, amigo Rafa-, me decía junto a otras aduladoras palabras que excitaban mi timidez. Durante unos minutos recordamos buenos momentos, bromeamos y reímos, Y entre risas, -Rafa, infla la rueda trasera y deja de preocuparte por ella-, me dijo visionando la preocupación que reverdecía en mí desde que, tras salir de casa, me dí cuenta de la falta de presión del neumático, teniendo en cuenta las horas que aún tardaría en regresar para inflarlo. Evidentemente no pude evitar adoptar un gesto de admiración por lo sucedido. Él, sólo sonrió. Un momento de silencio para reflexionar lo sucedido fue suficiente para buscar una explicación racional: cualquier persona de curiosidad insolente se habría dado cuenta de que la goma de la rueda trasera se aplastaba contra el asfalto más de lo habitual por no poder soportar mi peso.
Una leve muesca de sonrisa precedió a una broma con la que retomé la normalidad que nunca debió de alejarse de mis pensamientos por tan insignificante comentario. Y seguimos dejando fluir la amistad entre ambos, aunque apremiaba una forzada despedida dado que llegaba tarde a mi destino. Al igual que el saludo de bienvenida, generosas palabras para la despedida. Y entre ellas, buenos deseos para desearme bien en esta nueva contienda, literaria, en la que me hallo inmerso. – Ah! Espero que dediques muchos libros con la bonita estilográfica que tienes guardada en tu casa-, me dijo con mucha naturalidad mientras me miraba fijamente a los ojos. Un fuerte pellizco a la maneta frenó en seco el primer impulso de la pedalada con la que iniciaba la marcha. El escaso medio metro recorrido me obligó a girar la cabeza para recuperar el contacto visual con aquel hombre que había hecho referencia a la estilográfica que compré en Irlanda y que tengo guardada entre algodones para, con ella, firmar mi primera publicación. Por única explicación encontré la usual liturgia de cualquier escritor novel en el duro y difícil camino hacia la publicación. Seguramente, tras la larga noche de sueños que había tenido, me encontraba algo susceptible favoreciendo la fuerte impresión que me causó. Él volvía a dirigirme una sonrisa cómplice mientras yo volvía a empujar con fuerza el pedal para no llegar tarde al trabajo. Ó quizá para alejarme de cualquier otro pensamiento que me hiciera pasar otra mala noche de pesadillas.

¿Realidad? ¿Ficción? Qué más da. Yo sigo manteniendo mi incredulidad hacia estos temas, pero sí concluyo de lo sucedido pensando que: fuertes dosis de lógica y casualidad, combinadas, pueden llegar a confundir el rigor de la racionalida