Llenábamos el Paseo de gritos mientras jugábamos a qué sé yo. En aquellos años incipientes, de cuerpos flacuchos y rostros imberbes. De pubertades reprimidas e inocencias maduras.
De repente, todos quedamos paralizados. Expectantes al nuevo inquilino que aparecía por las escaleras que daban a la sacristía de la parroquia. Grande, muy grande. Desgarbado, seguro que hambriento y débil. En cada movimiento parecía vaciarse de energía para derrumbarse sobre si mismo. Inmutable a todo lo que sucedía a su alrededor y dócil. Aquel podenco debía ser de aquellos a los que su “mejor amigo” había liberado tras años de vida fácil para esclavizarlo a la vida del vagabundo.
El cochambroso animal ni siquiera lograba atemorizar a unas jovencitas de gestos estudiados y vocabulario pedante que permanecían sentadas unos metros más allá.
Nadie podría haber presagiado el desenlace que hubimos de presencia a penas unos minutos más tarde…
-Ahí viene- dijo Vicente, con voz de pito. Y todos volvimos la cabeza hacia las escaleras de la calle de La Palmera para admirarla. Mujer joven, que no niña. De cabellos repeinados y gesto firme, como mostrando indiferencia a los que babeábamos en su presencia. Movimientos femeninos de pasos muy cortos. Echaba un pie tras de otro sin apenas tambalear el torso. Figura de porcelana de sangre caliente.
Fue tal el ensimismamiento de todos nosotros, que no llegamos a darnos cuenta de que aquel saco de huesos parecía haberse repuesto milagrosamente para recargarse de energía y correr hacia la joven. El perro, antes postrado en la antesala de la muerte, corría ahora con enorme vitalidad. Ya no parecía tan flacucho. El atributo sexual que lo clasificaba como macho, lo tenía bien visible y predispuesto a su uso. La dirección que tomaba el encelado perro estaba bien clara: la chica. Ésta, al verse venir el perro con intenciones deshonestas, emprendió la fuga abandonando de inmediato la compostura. Pero, a penas unos taconazos más allá fue alcanzada por el agresor y montada vulgarmente como si de una perra se tratase. La escena del perro y la chica era caricaturesca. Ella pedía auxilio mientras con las manos se tapaba la cara, supongo que imitando a los avestruces para, de esa forma, no ser reconocida y evitar el posterior bochorno. El animal arreaba a la chica “palcoma” mientras con la cabeza nos miraba dándonos la sensación de que se partía de risa mientras exhibía impúdicamente su larga lengua caída hacia un lado. Y así se alargó la escena hasta que pudimos reaccionar para liberar a la chica de su agresor. La chica huyó en dirección a la vergüenza y el animal permaneció en el Paseo para incomodarnos durante toda la tarde. El incomodo tardó bastante en replegarse y dejar de amenazar nuestro honor viril.
En sucesivos días, Palcomas, que así lo habíamos nombrado, siguió agrediendo a chicas y chicos que sucumbían a la fortaleza de aquel desgarbado animal.
De repente, todos quedamos paralizados. Expectantes al nuevo inquilino que aparecía por las escaleras que daban a la sacristía de la parroquia. Grande, muy grande. Desgarbado, seguro que hambriento y débil. En cada movimiento parecía vaciarse de energía para derrumbarse sobre si mismo. Inmutable a todo lo que sucedía a su alrededor y dócil. Aquel podenco debía ser de aquellos a los que su “mejor amigo” había liberado tras años de vida fácil para esclavizarlo a la vida del vagabundo.
El cochambroso animal ni siquiera lograba atemorizar a unas jovencitas de gestos estudiados y vocabulario pedante que permanecían sentadas unos metros más allá.
Nadie podría haber presagiado el desenlace que hubimos de presencia a penas unos minutos más tarde…
-Ahí viene- dijo Vicente, con voz de pito. Y todos volvimos la cabeza hacia las escaleras de la calle de La Palmera para admirarla. Mujer joven, que no niña. De cabellos repeinados y gesto firme, como mostrando indiferencia a los que babeábamos en su presencia. Movimientos femeninos de pasos muy cortos. Echaba un pie tras de otro sin apenas tambalear el torso. Figura de porcelana de sangre caliente.
Fue tal el ensimismamiento de todos nosotros, que no llegamos a darnos cuenta de que aquel saco de huesos parecía haberse repuesto milagrosamente para recargarse de energía y correr hacia la joven. El perro, antes postrado en la antesala de la muerte, corría ahora con enorme vitalidad. Ya no parecía tan flacucho. El atributo sexual que lo clasificaba como macho, lo tenía bien visible y predispuesto a su uso. La dirección que tomaba el encelado perro estaba bien clara: la chica. Ésta, al verse venir el perro con intenciones deshonestas, emprendió la fuga abandonando de inmediato la compostura. Pero, a penas unos taconazos más allá fue alcanzada por el agresor y montada vulgarmente como si de una perra se tratase. La escena del perro y la chica era caricaturesca. Ella pedía auxilio mientras con las manos se tapaba la cara, supongo que imitando a los avestruces para, de esa forma, no ser reconocida y evitar el posterior bochorno. El animal arreaba a la chica “palcoma” mientras con la cabeza nos miraba dándonos la sensación de que se partía de risa mientras exhibía impúdicamente su larga lengua caída hacia un lado. Y así se alargó la escena hasta que pudimos reaccionar para liberar a la chica de su agresor. La chica huyó en dirección a la vergüenza y el animal permaneció en el Paseo para incomodarnos durante toda la tarde. El incomodo tardó bastante en replegarse y dejar de amenazar nuestro honor viril.
En sucesivos días, Palcomas, que así lo habíamos nombrado, siguió agrediendo a chicas y chicos que sucumbían a la fortaleza de aquel desgarbado animal.