lunes, 28 de junio de 2010

La culpa es de Allan Poe


Edgar nunca se conformó con seccionar con el bisturí de su pluma las entrañas de sus víctimas literarias. Le era insuficiente la profanación del descanso eterno y, por eso, hacía regresar las almas encolerizadas para horrorizar al desconcertado mundo terrenal. Siempre desenterrando las raíces del terror para exponerlas impúdicamente a la sensibilidad de la inocencia, la moralidad y la razón.
La tendencia gótica parece proliferar en la actualidad transgrediendo los límites de la ficción para acentuarse en los -modus vivendi- de las nuevas generaciones. No es suficiente marcar una tendencia. Hay que llevarla hasta su grado extremo. Y los extremos están demasiado cerca del final y del principio. ¿A cual de ellos nos estaremos acercando?

Disculpad mi osadía, pero me he atrevido a escribir una pequeña historieta de terror, cuyas letras, en su humildad, homenajeen al maestro, Edgar Allan Poe.


…mi hastioso comportamiento se debía a mi deplorable situación laboral que amenazaba prorrogarse hacia el infinito. Dispuesto a todo me embutí en mi traje de gusano para arrastrarme por la caridad de los departamentos de contratación de cualquier empresa. Por fin, cuando estaba apunto de hundirme en la desesperación, fui rescatado por –Funeraria, “Nuevo amanecer”-. Mi nuevo empleo me hizo sentir útil y entusiasta. A mis múltiples acreedores, felices.
Pasados unos meses fui ascendido a jefe de almacén del tanatorio de la ciudad. Clasificar los ataúdes y llenarlos con los acicalados y fríos muertos era mi principal cometido. Mirar cara a cara a la muerte cada día y a cada momento, me había hecho desarrollar una habilidad especial para propiciar bromas a mis compañeros y reírme de ellos con la única intención de airear la solemnidad del cargado ambiente de la morgue. Cambiaba los féretros del lugar designado para los que iban al horno crematorio para obligar a los porteadores a abrirlos y verles las caras a los difuntos. Mis cadavéricos cómplices jamás alguno se lo tomó a mal. E incluso, aliados a mis propósitos, provocaban grotescos sonidos gaseosos que asemejaban ruidos esperpénticos del más allá … Lo cierto y verdad es que me divertía mucho en aquel trabajo tan serio. Por fin, la vida volvía a ser generosa conmigo.
Después de estar toda la semana preparándolo, me dispuse a darle el susto que se merecían los porteadores que, al igual que yo, les gustaban mucho las bromas.
Diez minutos con anterioridad a las cuatro de la tarde, me apresuré a colocar, en el lugar habitual, la caja que debía contener el cuerpo sin vida del anciano, en cuya última voluntad había dejado recogido su intención de ser incinerado. Sin embargo, no fue así como sucedió. El fiambre permanecía en la cámara frigorífica y fui yo quien ocupó su lugar en el ataúd. Ahora, sólo debía esperar a que en breves instantes los inocentes chavales cargaran con el ataúd para que, llegado el momento, yo abriera la tapa y me levantara resucitado.
Tras largos minutos de espera, la caja comenzó a moverse. El camino hasta el horno era largo. Necesitaba calmar mis ansias y esperar a que llegáramos a la otra parte del tanatorio para, a solas, hacer efectiva la venganza de aquel tremendo susto que, ellos, me habían dado a penas unas semanas antes. El sonido del rotundo golpear de puertas metálicas que se cierran, supongo que las de entrada al edificio contiguo, me despertaron de mi fugaz cabezada. Y es que el concienzudo acabado interior de los féretros garantizaba el descanso eterno, y también el fugaz. Ahora, sólo debía contar hasta diez antes de destapar bruscamente la tapadera para darles el susto de sus vidas. Podía imaginar sus ojos salidos abruptamente de sus órbitas oculares; sus arrítmicos corazones queriéndose salir de sus pechos; el pavor dibujado en sus rostros al enfrentarse con la muerte…
Cuando me disponía a empujar la tapadera, un silbido precedió al asfixiante calor. Las intensas llamaradas penetraron por la fragilidad del ataúd y el interior del horno se convirtió en dominio de lucifer.

martes, 22 de junio de 2010

Jefe Sioux


Últimamente me hallo en el continuo caminar hacia la búsqueda de respuestas, como: ¿por qué el hombre destruye la naturaleza que necesitamos para vivir?, ¿por qué el hombre a menudo actúa de predador del hombre?, ¿por qué, el hombre, ansia el poder del dinero, cuando éste no hace si no hacerle más pobre de espíritu?, ¿por qué…?
Pero, por más que recorro los senderos de la reflexión y la sabiduría de los libros, nunca encuentro una respuesta que me convenza para seguir creyendo en él.
Sin embargo, en el momento menos esperado, mientras paseaba por la plaza, situada entre Avda. del Mediterráneo y Montes de Málaga, una hermosa melodía marcaba el ritmo de mis pasos atrayéndome poderosa e irremediablemente hacia un tumulto de gentes. Los allí presentes, embelezados, disfrutaban de la música étnica de varios Sioux que intentaban recaudar algunas monedas entre plumas y artilugios representativos de su cultura y discos de sus canciones, por supuesto, ataviados debidamente para el espectáculo.
Uno de ellos, el que destacaba más por su voz y su flauta, me dirigió su mirada profunda, abierta y sincera. Más de diez segundo hicimos coincidir nuestras pupilas estableciendo una conexión más allá de lo que podían ver los que también, allí presentes, lo miraban, o mejor dicho, lo escuchaban. Por un momento me centré en esa mirada extraña y bienhechora, para ver a través de sus ojos a sus ancestros viviendo en campamentos y armonizados con la madre naturaleza.
A través de sus ojos me trasladé justo delante de El Jefe de la tribu, que no parecía alertado por mi extraña y amenazante presencia. Con movimientos lentos y contundentes se llevó la mano al corazón para ofrecerme su amistad pacífica y la voluntad de compartir conmigo cuanto tenían. En ningún momento me pidió nada a cambio. La diferencia de mis ropajes, idioma o color blanquecino de la piel no fue obstáculo alguno de entendimiento.
Yo, sintiéndome agasajado por lo inusual de la situación, máxime viniendo del S. XXI, quise corresponderle de alguna forma. Y le hice un gesto, al igual que él, cargado de amistad y entendimiento. Con una sonrisa dibujada en su mirada el Jefe Sioux selló nuestra amistad más allá de la diferencia de nuestras lenguas, más allá de nuestro color de piel, más allá de nuestras diferencias…
Y, sin darme cuenta, me encontré de nuevo en aquella plaza mirando fijamente al joven que terminaba una canción con la mirada afable que seguramente había heredado de sus antepasados.
Ahora vuelvo a creer en el Hombre. Ya no busco respuestas porque el Jefe Sioux me hizo comprender que Nosotros y Nuestros Semejantes somos la respuesta a todas las preguntas. Que el Ser Humano es la confederación de razas, idiomas y sexos. Que el Ser Humano es lo bueno y lo malo, el sí y el no…Que debemos creer en la mayoría, que siempre se impondrá a la minoría. Que el Hombre es excelencia de bondad, aunque algunas veces se le olvide.

domingo, 20 de junio de 2010

La terraza indiscreta


No sé cual podría ser el motivo, pero nuestra sociedad parece volverse cada vez más -voyeur-. Los programas televisivos con más audiencia eligen a una víctima y le administran la anestesia de la riqueza para calmarle el dolor. Después, agarran con fuerza el bisturí y los abren impúdicamente para extraerles las vísceras de la intimidad y poder exhibir sus miserias a los ojos carroñeros que, agazapados entre el plumaje del anonimato, lo devoran sin pudor.
Esta noche soy yo el mirón. Cómodamente sentado en una pequeña terraza se exhiben ante mí ciento trece grandes ventanales que corresponden a ciento trece habitaciones de un hotel. Ciento trece historias que esta noche serán observadas por mis indiscretas miradas.
En la tercera del quinto una pareja discute acaloradamente. Ella lo amenaza con irse. Parece ser que no soporta más sus continuos devaneos amorosos.
En la octava del noveno varias chicas en paños muy menores parecen celebrar una orgía de alcohol que mucho me temo mutará a orgía de … vete a saber.
¡Joder! Desde la segunda del primero hay un chico que me está mirando, y es que posiblemente él sea la respuesta antónima a mi atrevida actitud de mirón.
Aunque no os he dicho nada, por creerlo de poca importancia, al inicio de mi vigilancia ha salido a la terraza del primero del sexto una joven muchacha muy bonita que se ha quitado la camiseta para quedarse en bikini. Ahora sí le doy más importancia porque ha vuelto a salir para practicar un baile de espaldas a mí y, como colofón, ha tirado de las tirantas del bikini para dejar sus pechos libres a miradas de extraños, pero, sobre todo, a vista de quien la mirase desde el interior. Transcurrido unos minutos ha regresado al escenario para finalizar un striptease que ha estado a punto de arrancar mis aplausos acalorados.
Mi reloj de pulsera toca las tres campanadas, siempre me gustaron los viejos relojes de campanadas, y prácticamente todas las luces de las terrazas han sucumbido a la brisa marina y se han apagado como si de velas se tratasen.
Sin embargo, yo, permanezco en mi puesto vigía incapaz de dormir. Sólo pienso en el proyecto de familia interrumpido tras haber dado por finalizado la primera pareja su relación.
Tiemblo de pensar en el final de la orgía de orgías, porque mi orgía de pensamientos da para mucho.
También pienso en la chica que seguramente se estaría desnudando para otro chico infiel…; para otra chica…; para sí misma disfrutando de su exhibición…; para su chico…; para dejar su ropa húmeda secándose al aire mientras se ducha. No, no, esta última la repudio por aburrida.
¡Vaya! Me acabo de dar cuenta que me he convertido en otro fisgón más que acabará pegado al televisor a la espera de poder ver cómo destripan la vida de cualquier famoso.
Será mejor que deje descansar la vista para también descansar el alma. Además, el fisgón de enfrente no para de mirarme y no me hace ninguna gracia que me vigile y me vea en calzoncillos aquí en la terraza. A juzgar por su mirada incisiva vete a saber lo que estará pensando de mí.
Maldito fisgón. Hasta mañana.

sábado, 12 de junio de 2010

Iguales, pero distintos


Escogimos la zona del puerto para adentramos en la ciudad de Malaka en un día espléndido de sol, literatura y charlas. También, como los fenicios, pretendimos encontrar en la ciudad una factoría de nuevos comercios que revitalizaran las constantes vitales de nuestro moribundo entusiasmo empresarial. Pero comprendimos que llegábamos demasiado tarde al oír lejanos resquicios del vociferante y abarrotado graderío del teatro romano que celebraba tarde de espectáculos. No nos quedó otra que seguir emborrachándonos de arquitectura multicultural hasta hacer hora para el encuentro por el que nos encontrábamos en la ciudad.
Y llegamos a la puerta del hotel en el que se exhibía todo un cielo estrellado, premonitorio de la oscuridad predominante en el encuentro con el arte poético y que parecía deber su origen a la fragilidad del insipiente progreso de la instalación. Por fin, entre medias luces, pudimos disfrutar de los imperiosos brillos poéticos recitados por Inés, que presentaba su bellísima obra. Finalmente, de nuevo resonaron los aplausos, pero esta vez tras las ruinas del teatro romano, que reconocían el buen trabajo de la poeta.
La noche tocaba a su fin cuando una voz joven nos hizo despertar del letargo que nos había provocado los rutinarios comportamientos previos a la despedida. Y nos llamó la atención porque reclamaba tímidamente maneras de actuar lejos de patrones de comportamiento comunes. En definitiva, aquel chico de retorcidas reflexiones filosóficas, levantaba la voz para proclamar la valía del desarrollo personal de cada individuo, -todos somos iguales, pero diferentes-. Fue entonces cuando comprendí que esos comportamientos que te hacen sentir diferentes son garantía de éxito, tanto a nivel personal como social.
Acabada la presentación y aprendida la lección de aquel joven, extraño, diría la sociedad, regresamos a Irlanda para disfrutar de una pinta bien fría.

sábado, 5 de junio de 2010

El alquimista


Vivir en un continuo querer más, y más, puede llegar a convertirse en tener cada vez menos, y menos. No se trata de tener el coche más sofisticado o la casa más grande, si lo que pretendemos realmente es agrandar la capacidad de ser felices. El exceso descontrolado nos podría llevar por el camino del desprecio y la falta de motivación. Quizá lo más importante para nuestra felicidad es disfrutar de lo mucho o poco que tenemos y compartirlo para que los que estén a nuestro alrededor también sean felices. Podría ser la solución para el buen vivir, crear una atmósfera de positivismo a nuestro alrededor y, de esa manera, viviendo rodeados de felicidad no nos quedará otro remedio que también serlo nosotros.
Nos empeñamos en buscar hacia fuera al alquimista que posea la preciada fórmula para convertir en oro todo lo que toque, sin darnos cuenta que la verdadera alquimia la llevamos todos dentro.

martes, 1 de junio de 2010

Seguimos siendo personas, y no máquinas


De momento, seguimos siendo personas y no máquinas. Y como tales nos comportamos. Nuestros aciertos se empañan con nuestros errores. Nuestros valores colisionan frontalmente contra opiniones ajenas que los devalúan o contra opiniones propias que los desvirtúan. Y entonces llega la hora del malestar y la necesidad de esconderlas y camuflarlas para protegernos de no sé que vergüenza. Al final, nos convertimos en carne de cañón para nuestros competidores envidiosos o para aquellos que hacen del daño ajeno su mejor arma arrojadiza. Y huimos en dirección contraria sin saber que cada paso que demos para alejarnos es ampliar el diámetro de la diana sobre la que seguirán nuestros enemigos disparando flechas, cada vez con menos margen de error.
Si, por el contrario, aceptamos como un lance más de esta trepidante vida lo que otros califican de –nuestras miserias- es posible que desarmemos a nuestros atacantes para convertirlos en víctima de su propia indefensión. Sólo es cuestión de aceptarnos tal y como somos.

Que el dependiente que te atiende en un comercio sea familiar de un mal vecino tuyo, es mala suerte. Que alguien de tu entorno cotidiano se acerque para saludarte, durante un viaje por la otra punta de España , mientras desayunas tras una apasionada y profesional noche de amor, es para tirarse de los pelos. Pero, ¡joder¡, lo que realmente desborda el colmo es que te sientes en un banquito de Central Park, para descansar de la estresante visita a la ciudad de New Cork, y que un vecino tuyo te salude tremendamente excitado por la milagrosa coincidencia y por ver como le has dado un besito a tu pareja, sustituta de la titular, y que además es de tu mismo sexo.